Mujeres lloraban, el de la tienda de la esquina estaba pálido y le costaba anotar el número de teléfono para la recarga que compré. Los nervios no lo dejaban concentrarse. Todo mundo compraba agua para el susto. El ayudante vagaba alrededor de la ambulancia. ¡Está vivo! decían algunos pasajeros. Y vivo se lo llevaron los bomberos. Espero que siga vivo en el Roosevelt.
Mientras escuchaba comentarios, veía a muchas personas llorando. Llamaban a alguien cercano para contarle lo sucedido y desahogarse. Es lo lógico en una situación así. Lloramos de nervios, de angustia, de compasión con el herido, de impotencia. Pero, al final del día, lloramos como sociedad.
Me quedé un rato en la parada. Quizá quería tomar un tiempo para decidir si de todos modos tomaba la 63 de atrás, o si mejor tomaba una 25. O quizá quería regresar a mi casa, o talvez ir a al despacho presidencial a expresar mi indignación o por lo menos un tuit al presidente. Una vida es una vida. Y no se vale que la arrebaten y se vayan silbando de la escena del crimen.
Al final, subí a la 63 de atrás. Allí supe el nombre del piloto. Su colega tomó con aparente frialdad la noticia. Con la frialdad de alguien que sabe que está jugando ruleta rusa. En la camioneta, no había música; ni gritos del acomodador. Había luto por alguien que al mismo tiempo es desconocido y es hermano.