Cada vez que iba, sabía mi destino. Recogía un numerito, digamos que era el A-141, veía con desconsuelo la pantalla adivinando que me sobraría tiempo, mucho tiempo pues la pantalla plana (como todo en la SAT), indicaba que en ese preciso momento atendían al A- 56. iDiomío. Pues no me quedaba de otra que recrearme en la marabunta que entraba. Allí funciona como en las camionetas: se bajan dos, pero suben seis. Así que el espacio se hace cada vez más y más reducido, el ambiente más cargado y los números más infinitos. Lo cierto es que todos los que entran, preguntan más de algo a los amables señoritos que reparten los turnos. Curioso -pero lógico- resulta que la gente haga sus consultas en silencio, con pena, con miedo... las manos metidas en los bolsillos del pantalón, o tocándose nerviosamente el cabello o la gorra. Entramos con miedo. Por Dios.
Después de mucho esperar, me llegó mi turno. Me atendió una joven amable. Pero, de repente algo empañó su mirada. Con un velo de complicidad me pidió mis datos, mi huella digital y demás secretos de mi identidad. Y hasta después, soltó la sopa: no puede hacer su trámite porque bla,bla,bla... Tenía un conflicto por resolver, yo pedí que me orientaran pues anteriormente ya había ido a una agencia y me habían dicho que no había pena de nada. La jovena no supo qué hacer, así que llamó a su supervisora. Ella tampoco encontró los secretos de mi enredo y entonces, tuvo la desventura de pronunciar la frase que a mí me pone verde:
- Nosotros no tenemos la culpa, no podemos hacer nada. Si a usted le dijeron eso en la otra agencia, entonces...
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Bueno, la cuestión es que terminé en la oficina de la jefe de agencia quien ostentaba una serenidad enfermiza. Me escuchó, me echó agua bendita y me remitió con uno de sus discípulos para que me explicara los próximos pasos. Por cierto, el señor sí estaba nervioso cuando yo llegué. Creo que aún estaba despeinada después de mi transformación a lo Marvel.
Mi viacrucis por la SAT siguió durante varias semanas... Una de las estaciones obligatorias de este recorrido del sacrificio era salir corriendo al Wendys más cercano porque resulta que en la agencia central no hay sanitarios para los exprimidos contribuyentes.
Otra vez como en muchas situaciones, mi salvación fue la lectura y mi naturaleza curiosa. Veía a todos de pies a cabeza, escuchaba conversaciones que no me importaban, me reía de chistes que no me contaban y me escandalizaba de problemas que no eran míos. Así sobreviví.