viernes, 19 de octubre de 2012

25 de pie

Las fronteras que se cruzan con las camionetas son inauditas. Atrás se quedan la valentía de Jean Claude Van Dann, la astucia del hombre ese que decía llamarse Indiana Jones... al mismísimo Esqueletor se le caerían las vendas si ve cómo los chapines viajamos en las camionetas. 

Pero, a pesar de todo, haré una confesión. A mí me gusta andar en bus. Bueno, sí tienen muchos peros y muchos podrán creer que esta preferencia mía huele a resignación... nada más alejado de la verdad. Si no fuera por el tiempajal que uno se hace, por los brochas que dan fichas de otros países como vuelto o por los asaltos, a mí me gustaría andar encamionetada. 


Todo puede deberse a mi naturaleza shute. Andar en camioneta me permite abrir mis ojos y apreciar detalles que en la comodidad de un automóvil pasan desapercibidos. Bueno, también me gusta oír conversaciones ajenas, porque se oyen unas de vaqueros que ni les cuento. Un día, por ejemplo, escuché cómo un señorcito le mentía a su jefe. Le decía que ya iba por el Obelisco pero que había una graaaaaaan cola. La verdad verdadera es que íbamos por Montserrat y la cola era inocente. 

He aprendido muchas cosas por andar del tingo al tango. Por ejemplo, que no debo dormirme, que mejor si me siento en la orilla no vaya a ser que un ladrón o un verde se siente junto a mí y me incomode. Aprendí que no hay que sentarse atrás del chófer, que los que manejan camioneta tienen una estética y un gusto por la música bastante reprochable. Intuyo que los chóferes se sienten guapos cuando en su palanca de velocidades cargan un montón de colas... creen que los pasajeros vamos a pensar que cada  novia les regaló una... ¡pero si todas son del mismo estilo y tela! seguro las compraron en el Amate (sin ánimo de ofender a El Buki, por supuesto). Me pregunté mil veces porque los "Elderes" siempre andan en parejas disparejas: uno feo y uno bonito...

Pero, la revelación fue cuando empecé a viajar en transporte extraurbano. ¡Ja! esas emociones no son para cualquiera... O sea, si usted es delicado, un pétalo de flor, no quiere que se le peguen o que le peguen, entonces no pruebe subirse a una. Yo practico este deporte extremo hace más o menos 10 años y nunca me dejo de sorprender. 

Recuerdo que la primera vez que me subí, sentí cómo mi autoestima saltaba. Entré al bus y le extendí mi billete al chófer. Era un patojo federico, que por única respuesta movió sus ojos indicándome que pasara. ¡Púchica! ¡Todavía tengo pegue! -pensé- vaya si este supiera que tengo dos hijas y que... 
-Su pasaje seño, me dijo el ayudante.  
Me bajé de la moto y caí en la cuenta que en esas camionetas el asunto del cobro es un protocolo. Así que hasta allí llegaron mis pensamientos de auto-amor.  Poco a poco, fui acostumbrándome a la barbarie. Y de allí en adelante me ha pasado más de algo: me cayeron unos tomates en la cabeza porque la parrilla no era muy segura, me peleé con los ayudantes cuando no entendían que no podía refundirme porque estaba embarazada y ¿después cómo salía?, un chófer me bajó del bus, estuve a punto de caerme en una curva, le pasé encima de la cabeza a media humanidad mis bolsas de shopping... y he viajado acuclillada como por hora y media (¿alguien sabe si existe un récord Guinnes para esto?).  

Resulta que en el transporte de rutas cortas, los sillones son de tres. Muchas veces tuve la mala suerte de irme en la orilla. O sea: el del rincón va cómodamente sentado y dormido, el de en medio debe torear la cabeza del dormido y el brazo del tercero. Este último va acuclillado porque ni siquiera alcanza a cumplir la ley de Horacio. Habría que pensar en otra ley que sea la mitad de la mitad. Siempre he pensado llamar a las oficinas de los transportes Quetzal y sugerir un tarifario. Al del fondo que le cobren Q5., al de la par Q4. y al acuclillado Q1.  Los parados que paguen Q0.50 y a los de la parrilla que les den su prima del seguro. 

La ventaja es que esas camionetas se llenan como no se pueden imaginar. Entonces llega un momento en que los acuclillados deben dejar de preocuparse porque la amenaza de caerse, desaparece. Los que van parados lo sostienen, aunque le pongan los tanates sobre los hombros. Lo único malo es cuando al ayudante se le ocurre pasar cobrando... allí se pone trompudo todo, aunque un poco espectacular. El hombre se agarra de los tubos y avanza flotando entre los pasajeros. Si tratara de tocar el piso, más de alguien moriría aplastado. 

Los vendedores merecen párrafo aparte. Los hay de todo tipo: amables, agradecidos, graciositos, amenazantes, regañones... Lo más divertido que he oído de estas bocas es la oferta de un libro que traía cartas de amor ya hechas para que usted solo sustituyera la N. por el nombre de su amor y ¡listo! a conquistar se ha dicho. 

Hay dos aventuras que nunca olvidaré. La primera es recordar cuando me fui de jalón a La Antigua. Y después, todavía tuve agallas para irme a una aldea que se llama Santa Catarina Bobadilla. Bueno, no fue valentía sino una moneda de 50 len que tenía como único capital y que me alcanzaba perfectamente para subirme sin pedir la valiosa colaboración del conductor. La otra es que en una camioneta EGA 70, placas U-75849 conocí al Renatín Contreras. Bueno, puede ser que sea un tanto inexacta con el número de identificación...

Y hay una verdad que no puedo dejar de reconocer: la lectura me ha salvado de estos trajines. No podría decirles cuántas páginas me he gozado en medio de machucones, viejitos platicadores, mujeres peleoneras, chóferes choyudos y brochas malcriados. Había gente que me interrumpía para hacerme preguntas sobre mi libro de turno. Yo las evadía con sosos monosílabos.